*Por Mariana Alegre.
Publicado en REVISTA VELAVERDE (Edición N°23).
El miedo al otro, a lo desconocido, es quizá uno de los principales problemas de nuestra sociedad. Es hora de desterrar de la vida cotidiana el egoísmo urbano; esa tara cultural que impide a los limeños comulgar con sus pares en un espacio fraterno, donde todos somos iguales.
Un exalcalde miraflorino alguna vez me contó, muy fastidiado, lo difícil que había sido colocar unos juegos para niños en un parque de su distrito. Los vecinos inmediatos no querían que se instalen; preferían que los niños no tengan acceso a columpios ni toboganes. Los argumentos, en realidad, eran variados: desde que los niños harían mucha bulla, hasta que sus perros tendrían menos espacio para correr. Quizá varios de los vecinos estaban, realmente, preocupados por su tranquilidad y la de sus mascotas. Sin embargo, al alcalde le quedó claro que el principal problema no era ese, sino que “iba a llegar gente de otros distritos a su parque”, como bien se lo hizo notar un vecino, sin mostrar una pizca de vergüenza.
“Los habitantes de algunos sectores de Lima nos comportamos como niños: somos incapaces de compartir los servicios o espacios urbanos que tenemos a nuestra disposición, como si se trataran de nuestros más preciados juguetes. Somos –en el sentido más estricto del término– antipáticos (carentes de empatía)”.
Esta situación se repite en muchos distritos. Por ello, los funcionarios municipales muchas veces se encuentran ante un dilema: ¿a quiénes deben atender? ¿A los residentes –muchos de los cuales representan votos en las elecciones de su municipio– o al resto de la población, que tiene derecho a usar y disfrutar de los servicios que se ofrecen en distintas zonas de la ciudad?
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