De lo que no queda duda es que la vergüenza y el miedo es lo que acaba matando a las lenguas.
Mientras la pugna política en el Congreso provocaba náusea, nuestros padres y madres de la patria no tuvieron mejor idea que hacer berrinche por el uso del quechua y el aymara en el saludo del premier Bellido y distraernos de los temas de fondo que ameritan ser discutidos y analizados. Sin embargo, la desigualdad y la exclusión también libran su propia batalla teniendo en el idioma un escenario de conflicto. Por supuesto, que esto se visibilice es significado de, ojalá, buenas noticias.
Esta semana –antes de todo el alboroto congresal– tuve el privilegio de escuchar, junto a mi familia, un episodio del podcast Más de 200 titulado “Las lenguas extintas de la costa”. Este episodio da cuenta de cómo se ha investigado para reconstruir los antiguos idiomas locales y, además, relata la historia de transformación y solapamiento de distintas lenguas habladas en el norte costeño. Así, el “quingnam” –que no se sabe si era un dialecto o una lengua independiente– se hablaba en una zona específica de La Libertad y la lengua denominada “pescadora” estaría presente en la costa peruana.
Por su parte, el muchik (la lengua mochica) que se hablaba extensamente a la llegada de los españoles acabó desapareciendo, aparentemente a partir de la homogenización del quechua como el idioma usado para la evangelización. De hecho, aún se pueden escuchar las grabaciones del último hablante del muchik, Simón Quesquén, que datan de 1974 y quien pudo aprender el idioma así casi 100 años gracias a su abuela.
De lo que no queda duda –y es lo que hoy se ha demostrado– es que la vergüenza y el miedo es lo que acaba matando a las lenguas. Las muchas historias compartidas en redes que evidencian maltrato y discriminación son solo una fracción de lo dañino que esto es. Por ello, aceptar que la reivindicación venga también de la mano de la utilización de nuestros otros idiomas oficiales no es demasiado pedir.
Con mayor razón, las entidades oficiales de representación nacional como el Congreso de la República deberían poder interpretar en tiempo real cuando menos el quechua y el aymara. A nivel nacional, tres millones setecientos noventa y nueve mil setecientas ochenta personas hablan quechua y cuatrocientos cincuenta mil diez hablan aymara según el último censo. Además, no olvidemos al resto de compatriotas que habla alguna lengua originaria. ¿No son acaso peruanos y merecen el mismo respeto que los que hablamos castellano? Parece que varios congresistas y líderes de opinión piensan que no… ¡una vergüenza!
La llegada del bicentenario debe abrir el debate de la unidad nacional también desde una mirada “descolonialista” pues, si no, corremos el riesgo de seguir borrando e invisibilizando aquello que es nuestro: una reivindicación de nuestros idiomas y lenguas es ahora más necesaria que nunca.
Columna de opinión por Mariana Alegre, publicada en Perú21.