*Por Mariana Alegre.
Publicado en Perú21
El miedo ciudadano no puede ser combatido solamente con facultades legislativas. El miedo que podemos sentir escapa a toda racionalidad. Quizá los delitos se estén reduciendo y ya no ocurran tantos robos callejeros ni asaltos en viviendas, pero las estadísticas no ayudan a disminuir nuestro temor.
Peor aún, el miedo no se relaciona solo con el riesgo de vernos involucrados en un incidente delictivo. El miedo está presente en formas más cotidianas y a las que lamentablemente no prestamos atención. En Lima se puede tener miedo a casi todo. Miedo a cruzar la pista, a no ser atendidos a tiempo en un centro de salud, a ser maltratados por las empresas de servicios públicos o por las instituciones bancarias y, también, miedo a ser discriminados.
Además, hay temores enfocados en grupos de personas. Las mujeres tienen miedo de caminar solas y de subir a un bus y, lamentablemente, muchas de ellas temen volver a su propia casa. Muchas personas con opción sexual distinta tienen miedo de reconocerse como tales ante su propia familia. Los niños temen estar solos y, por ende, se les recortan sus experiencias; los ancianos, por su parte, temen morir sin nadie que los acompañe.
Esta situación se agrava cuando los ciudadanos tenemos miedo de nuestras propias autoridades y cuando no confiamos en nuestros vecinos. La sociedad se basa en la estabilidad que las instituciones que conforman el poder público nos ofrecen y en la capacidad de construir comunidad junto con el resto de ciudadanos. Si no podemos confiar en quienes deben protegernos y miramos con recelo las acciones de nuestros vecinos, entonces se comprende la ausencia de solidaridad y empatía con el otro.
Entonces, ¿qué es lo que buscamos cuando queremos una ciudad segura? Definitivamente no basta con librarnos de los robos. La seguridad ciudadana es mucho más que eso y lo que hace falta son políticas públicas orientadas a que tú y yo dejemos de tener miedo. ¿Por dónde debemos empezar? Quizá por uno mismo.